21 may 2007

# 004


Mi vecino Hermenegildo trabajó toda su vida —al menos la vida que yo recuerdo— en el Matadero. Con una Lambretta recorría los cinco o seis kilómetros que nos separaban de Mérida —vivíamos en Calamonte—. Pero tenía compañeros que corrían peor suerte, hacían la misma distancia a golpe de pedal, en bicicleta pelada, que no quiero ni imaginar cómo sería la subida de la cuesta hacia Cepansa después de una agotadora jornada de trabajo.
"Eran otros tiempos". Sí, eran otras formas, porque la realidad es que sigue viniendo mucha gente a diario a trabajar a Mérida, pero ahora muy pocos llevan monos blancos o botas de goma; ahora la mayoría viene elegantemente vestido y perfumado, en flamantes automóviles.
En aquellos años —los 60— se percibía una cierta reticencia de los trabajadores del campo hacia los que se empleaban en la industria, se entendía que uno era menos hombre cuando el trabajo de los hombres, el que realmente te curtía en dicho género, era el del campo. La hombría estaba en juego y no perdían ocasión para demostrarse unos a otros quién la tenía más grande. A punto de derribar lo que queda del antiguo edificio de el Matadero estoy convencido de que los pocos trabajadores que aún tiene dicha empresa sentirán una similar reticencia cuando tengan que —a diferencia de los de lajunta—, desvestirse, volver al mono cada mañana. Pero ya nadie intentará demostrar nada.
En esos duros años sesenta lo normal era inculcar a los hijos la huida hacia un teórico "mundo mejor" a través de los estudios. Ahora me pregunto qué sentimientos de superación inculcarán a sus hijos los que consiguieron entrar en lajunta y sienten la satisfación del triunfador que ha conseguido escapar del campo, de los monos blancos, la paleta o el tractor.
Si ellos triunfaron consiguiendo acceder a la empresa más importante de Extremadura, ¿tendrán que motivar a sus hijos para huir de Extremadura para poder superar su propio estatus?
Lamentablemente en Bruselas no hay planes para incentivar la sensibilidad, la lógica de las cosas. La cultura de los valores pasa por sus peores momentos; hoy sólo ponemos en juego el tamaño del coche, la piscina del charlé o la generación de la consola.
Malos tiempos para la lírica, curiosamente.