Los vecinos de la Avenida José Fernández López y los de El Barrio son testigos y afectados de la sin razón que a veces se produce al aplicar decisiones, normas, leyes u otras medidas que supuestamente se elaboran para el beneficio de los ciudadanos.
Y de la cortedad de miras, de la generosa transigencia o incluso de la atrevida inocencia —según se mire—, surge en estos días una reivindicación de dichos vecinos solicitando del consistorio la supresión de la prohibición de aparcar en la mencionada avenida, sin pararse a pensar en causas, razones o intereses de su justificada petición.
El caso del aparcamiento subterráneo construido en Fernández López es sintomático de una forma de hacer ciudad de espaldas a la misma, de espaldas a los intereses de los vecinos.
El aparcamiento actual era un terraplén en el que aparcaban cientos de coches de funcionarios que trabajan en el edificio de Morerías y alrededores.
La regulación del improvisado aparcamiento se produjo de forma natural, cuando un padre de familia necesitado supo ver el negocio antes que nadie y se autoconstituyó en eficaz regulador del mismo, todo un profesional que en los últimos tiempos recibía apoyo de la familia porque el trabajo le desbordaba.
La avenida Fernández López tenía anchura para dos carriles en cada dirección y se podía aparcar libremente en ella. Todo el mundo salía beneficiado del estado de las cosas.
Otro padre de familia, que observaba desde su casa de la avenida el movimiento de coches y cómo aquella familia se buscaba la vida, no podía permitir que un cualquiera le estuviera haciendo la competencia a sus legítimos sueños empresariales.
Dicho y hecho. Puso en marcha su artillería empresarial y, a pesar de no conseguir la gasolinera, consiguió la concesión de un aparcamiento al que hizo salidas orientadas en sentido opuesto a la circulación, con la superficie inutilizada por tanto hueco, rampas y escaleras… en fin, los aspectos constructivos y de diseño ocuparían otro largo artículo.
No sabemos qué habrá sido de la familia que regentaba el negocio primitivo, pero lo que todos sabemos es cómo han evolucionado las relaciones del equipo de gobierno del Ayuntamiento con el concesionario del aparcamiento.
Las consecuencias de la privatización del espacio público (es así en la práctica, aunque legalmente sea una concesión de 70 años, que son muchos años) han sido:
1. Prohibición de aparcar en toda la avenida. Se estaban reclamando plazas de aparcamiento y de un plumazo se eliminan las de la avenida que, sumadas a las que existían en el antiguo solar, alcanzaban una cantidad muy importante de plazas que a los usuarios no les costaban un duro.
2. La mayoría de los cientos de coches que aparcaban en la avenida y en el descampao buscan ahora desesperadamente cada mañana un hueco en el que hacerlo entre las calles de El Barrio y aledaños, porque la mayoría no quiere pagar por estacionar.
2. A los vecinos de la zona, que prácticamente aparcaban en su puerta, les ha complicado la vida esta ocupación de las calles por los coches de funcionarios y muchos de ellos se han visto obligados a utilizar el aparcamiento de pago.
3. Por supuesto, a la familia que regulaba el aparcamiento improvisado no se le ha dado la oportunidad de seguir trabajando en el negocio que ellos iniciaron.
Resumiendo: ahora todo parece más organizado, más urbanizado y bonito que en su estado original, pero lo más evidente es que el señor empresario ha ocupado de forma lícita y legal territorio, costumbres y derechos que los usuarios, vecinos y demás beneficiarios tenían o habían conseguido y disfrutado de forma natural y sin perjuicios para nadie.
Para colmo, y posiblemente como consecuenca de la creación de nuevos aparcamientos privados, para zanjar definitivamente el tema, este gobierno municipal ha ensanchado la acera a medidas desproporcionadas para que nunca más pueda aparcarse en la avenida y para tener la excusa perfecta para cabrear a los cientos de funcionarios que viajan en autobus —en lugar de potenciar la hospitalidad hacia ellos— y hacer de esta ciudad una referencia antipática.
¿Ha sido necesario hacer un recorrido tan complejo, a un precio social tan caro, para cambiar un espontáneo adjudicatario por otro, la familia sin recursos por la actual, y privar a los ciudadanos de un espacio privilegiado a la orilla del río a cambio de una explanada desolada de hormigón coloreado?