Esta semana estoy monotemático, me ha dado por comerme el tarro con el tema del espacio público. Y es que el oficio de mirar te obliga a ir pendiente de todo lo que te rodea y, evidentemente, dicho espacio ocupa un porcentaje muy elevado en mis observaciones.
Contemplando la revista de feria vuelvo a preguntarme por la lógica de la cosa pública y no me cuadra que el editor, el Ayuntamiento de la capital de Extremadura, de la ciudad con un conjunto monumental Patrimonio de la Humanidad, no tenga la capacidad económica y los recursos suficientes para hacer una publicación financiada con los fondos públicos en lugar de por publicidad.
Pero la repuesta está clara cuando descubres el mecanismo de las cosas. Y esta fórmula de hacer la revista, que inició el anterior Gobierno, está fundamentada en el puro negocio, totalmente lícito, de una editorial que es, según la propia empresa, “desde 1992 la compañía española líder en productos corporativos empresariales en España con unas ventas de 8 M €”, con “70 personas, 30 años de edad media, 15 años de experiencia en el mercado editorial, más de 12.000 clientes por todo el mundo y más de 400 cabeceras editadas anualmente”. Méritos que, contemplados desde el mundo de los negocios, representan un aval importante, pero que, analizados desde la perspectiva de la gestión pública, no tienen el mismo significado.
El Ayuntamiento facilita los contenidos literarios y gráficos, la empresa envía a un comercial que contrata la publicidad y el resto de la producción editorial la ejecutan desde León con sus medios. Como contrapartida, la publicación no le cuesta nada al Ayuntamiento, o sea, a los ciudadanos, pero a cambio nos entregan una edición que en lugar de ser un primor, acorde con los potenciales extraordinariamente ricos de los que dispone la ciudad, es una vulgar publicación repleta de ruido publicitario, que contamina todavía más nuestro ya deteriorado espacio visual.
La contrapartida, por tanto, no compensa, porque sencillamente nos entregan una excusa, un soporte editorial —cuya titularidad ostenta la ciudad de Mérida— convertido en un folleto publicitario del cual salen beneficiados, fundamentalmente: la empresa que lo produce y los anunciantes que lo pagan; contradictoriamente, los lectores, los ciudadanos propietarios de dicha edición, se convierten en materia de intercambio, en cobayas de la experiencia publicitaria, en ratones de laboratorio que se hacen su propio lavado de cerebro comercial.
Pero la revista no es el único caso: piense un poco y descubrirá que la estrategia de utilizar los espacios públicos para el beneficio privado, sin entregar una contrapartida proporcional al uso y al beneficio que se obtiene, es una cuestión muy habitual.
Recuerde la tremenda carpa que, con la excusa cultural de la exposición de turno, 'okupa' periódicamente casi toda la Plaza de España, el mejor y más caro espacio publicitario de la ciudad: ¿A cambio de qué?
Comienza la temporada deportiva y las diversas instalaciones de titularidad municipal se llenan de carteles publicitarios que producen unos ingresos que, mucho me temo, no repercuten en las arcas municipales ni en el mantenimiento de dichos espacios públicos.
¿Es lógico que se mantengan las cabinas de teléfonos plantadas en los sitios más estratégicos en un mundo abarrotado de móviles? ¿No será que lo que realmente resulta rentable es el espacio publicitario que suponen dichos artilugios? ¿Qué recibimos a cambio?
Desde el nacimiento de los carteles impresos, la calle y sus paredes son espacios visuales que hemos asumido como soportes pubicitarios y que desde hace algún tiempo hemos empezado a rechazar por antiestéticos. Sin embargo, la publicidad ha evolucionado y se ha colado por todos los recovecos imaginables de lo cotidiano; uno de ellos, y muy importante, el del uso de los espacios de titularidad pública.
El último invento son las bicicletas de alquiler que una multinacional está implantando en ciudades del mundo con carril bici, con el objeto de convertirlas, y convertir de paso a los usuarios, en anuncios rodantes, que además tienen que pagar por el uso de las mismas, a pesar de que sus estaciones bases 'okupan' una importante superficie pública, de la que no sé todavía en qué forma compensan a la ciudad. Me temo lo peor. En Sevilla, hace ya unos meses que están funcionando: serán 2.500 bicicletas y 250 estaciones base.
Hacer entender que lo público puede ser una fuente de ingresos para unos pocos puede facilitar el crear conciencia de que lo público tiene un valor que es importante cuidar y conservar, que la ciudad nos pertenece a todos. Casi 'na'.