Félix Bote ha muerto. Su presencia se ha diluido como el aire que escapaba de su trompeta, como la poesía que se deslizaba entre sus labios, acariciando con delicadeza el tiempo.
Mi suegro repite cada vez que los noticieros anuncian el fallecimiento de alguien "Dios nos libre del día de las alabanzas", del día en el que nos arrepentimos de no haber hecho nada porque esa vida que se rompe o que se acaba tuviera unos momentos de nuestra atención, de nuestro reconocimiento o cariño, y que tras dicho anuncio nos apresuramos en recomponer, porque los intereses, las veleidades no tienen sentido ya, no corremos el peligro de que alguien nos componga una canción, nos lance un poema o nos embadurne de color la cara.
Sobre el kiosko de la música del hotel Las lomas, en medio de las noches de verano, su presencia pasaba casi desapercibida, ensimismado, sin importarle otra cosa que la agilidad de sus dedos, la transparencia de su voz y la brisa de la noche. La sordina imponiendo con dulzura las emociones del artista hasta enamorar a las estrellas.
Mientras, fuera, en los jardines de todos los hoteles del mundo, la algarabía de los tragos, la pose de la hipocresía.
Recuerdo una multitudinaria cena de empresa en la que Chendy y Félix amenizaban la velada. Su música sobrevolaba dulcemente canapés, rodajas de morcón, langostinos, jamón, y el etcétera largo que todos imaginamos. Nadie prestaba atención. Pero a medida que la cena progresaba, a medida que los allí presentes dejaban de importarse unos a otros, la trompeta y la voz de Félix se fueron imponiendo desde la delicadeza, desde la verdad silenciosa, desde el eco de la emoción que todos aquellos bocazas habían perdido en medio de negocios, reuniones, bancos y burocracia. Y su música, su arte, se hicieron protagonistas absolutos hasta convertir a todos aquellos 'infieles' a una religión en la que Félix era el mejor de los sacerdotes, todo un cardenal.
Y es que Félix maduró al sol del arte y perteneció a la élite de los pioneros. A esa pandilla de descerebrados que se empeñan en desbrozar la inmunda selva que la monotonía de los días hace crecer permanentemente y en la que inmediatamente, una vez abierto el camino, aparecen los listos, los aprovechados de turno.
Pero a esa pandilla le importa un bledo que otros se enriquezcan a costa de su tozudez, buscarán otras selvas que desbrozar, porque abrir caminos es lo que realmente les importa.
Muchos, los auténticos, vuelven a su tierra, que es selva virgen, en lugar de dedicarse a difundir las maravillas de la misma desde los púlpitos dorados, desde el glamour de los salones de moda.
Vuelven a vivir su arte y a sembrarlo de forma discreta por cada rincón de la geografía extremeña, mezclándose con la autenticidad de la gente.
Vuelven deseosos de dar todo el capital intelectual y emocional que han acumulado por esos mundos, entregárselo a los suyos para abonar la sementera.
Pero los suyos ya están en otra cosa y pasan del punto. Están haciendo méritos para conseguir las medallas, todas las medallas de Extremadura que a diario bruñimos para deslumbrarnos el ombligo con su falso brillo.
Los pioneros sólo alcanzan la gloria de seguir solos, de abrir caminos para otros desde el olvido.
¿Como se puede tocar la trompeta, o cantar, desde y sobre el silencio y aguantar "toda una vida"?